Tan lejos y tan cerca
En estos días que tanto significan para familiares, amigos y un servidor, quiero compartir con vosotros este texto que fue publicado en el boletín Gran Poder del pasado mes de septiembre de 2012.
Extrañamente, tras la lluvia de la noche
anterior, el día había nacido abiertamente soleado. Cómo cada año el
nerviosismo volvía a hacer acto de presencia con su tradicional cosquilleo.
Rara sensación en la nueva amanecida, mientras presuroso comenzaba a preparar
un rito del que no podía privarme. Seguro que volvía a llegar tarde. Que por
los pelos y poco antes de que el acto comenzara aparecería como siempre. Con un
rostro en el que se reflejaba las prisas de última hora. Sin embargo, esta vez
no era un último retoque ante el espejo. No era un último apretón al nudo de la
corbata hasta lograr ajustarla. No era la dificultosa tarea de acertar con la
posición del pañuelo. Ni se me había olvidado la medalla. Ni tenía que sacar
brillo a los zapatos. No, no era eso. Nada de ello iba a ser necesario. Más
bien el motivo del retraso iba a deberse sin remisión, a mis torpes dotes de
priostía. La pastilla de carbón que no prende y el incienso que no lanza su
divino perfume. El altar no está preparado y me falta encender un cirio. Eso si,
sin candelero, puesto que tampoco iba a hacer falta. La selección del
repertorio musical a última hora me entretiene más de lo debido. De repente, a
pesar de lo anticipadamente convenido, un sobresalto me acelera el pulso. Alguien me manda un mensaje al móvil. “Esto empieza ya”.
Comienza a sonar la música en los altavoces
del ordenador. “Virgen del Valle”. De
pie, sobre las tablas del salón evidenciando la falta de mármoles y bóvedas,
seriamente dispuesto, saboreo todas y
cada una de las notas. Imagino una lenta y suntuosa procesión de entrada,
monaguillos y acólitos, ciriales e incensarios, sacerdote y sagradas
escrituras. Tras el último hálito de la música, ocupo mi sitio. Un viejo sillón
desgastado por el paso del tiempo. Y a falta de rito de entrada, lectura de
evangelio y homilía, parsimoniosamente comienzo a susurrar la retahíla de misterios
que componen un rosario sin más cuentas que las yemas de los dedos. Al fondo
casi imperceptible suena “La pasión según
San Mateo” de Bach. La mirada que a veces se pierde en el pequeño
televisor, en el que se reproduce un Dvd de unos viejos cultos que ahora son
historia. La vista que se entretiene entre las estampas y fotografías de Ese
que todo lo puede. Vibra el teléfono. Otro mensaje más escueto aún que el
anterior indica que ha llegado el momento. “Ahora”.
El instante que le da sentido a este día.
Serenamente, con la tranquilidad que da
la soledad, abro las reglas de la Hermandad y puesto de nuevo en pie, doy
lectura en voz alta a la fórmula marcada. Proclamo, confieso, creo y
defendiendo lo que en ellas se estipula y como siempre, aún en la distancia,
solemnemente pongo mi mano sobre ellas y
con una voz casi ahogada por la emoción, mi cuerpo exhala un fuerte “Así lo creo, así lo prometo, así lo espero”.
Me arrodillo y beso una estampa del Señor. Tras ello comienza a oírse al fondo “Tus dolores son mis penas”. Mientras
reflexiono sobre lo realizado, mi mente se deja llevar por una bendita brisa
que me lleva hasta donde mi cuerpo ahora no llega. Veo las caras de tantos
conocidos, de tantos amigos, de tantos hermanos… En sus rostros compendio de alegría, responsabilidad y orgullo. Se apuran los
últimos compases de “Mater mea”
cuando un sobresalto me devuelve al frío salón donde me hallo. Un nuevo mensaje
me dice que todos han cumplido con el pertinente ritual. Sin más dilación
procedo a rezar el ejercicio de las cinco llagas, mientras el televisor sigue
describiendo detalles de lo que tan lejos sucede, y Bach que vuelve a
interpretarse en el coro de este improvisado templo desde el moderno
reproductor. De nuevo inmersión en recuerdos y memoria. En pasados tan presentes. Llega la comunión me informan. “Las saetas del silencio” toman cuerpo
en el habitáculo mientras sube la densidad del perfumado incienso que llena la
escena. Seguidamente “Jesús de las Penas”
(como le gusta a Manolo), para finalizar la íntima y sencilla parafernalia,
como no podía ser de otra forma, a los sones de “Pasa el Gran Poder”. A pesar de todo, yo no falté a mi cita. Un
año más había vuelto a renovar mi compromiso. El de mis creencias. El de mi Fe.
Ese que me enseñaron desde niño. Ese el que me aferro cuando más lo necesito.
El acto había finalizado. Todo había
concluido y ahora tocaba disfrutar de la jornada. De este día grande. Sin
embargo sólo podía hacerlo de una forma. Hacer pasar por un domingo cualquiera
este que siempre es tan extraordinario por todo lo que significa. Ocultar lo
especial con lo cotidiano. Un paseo por una verde ría me haría desenredar, de
una vez por todas, ese maldito nudo instalado en mi garganta. Perderme entre la
gente y diluirme en la multitud tal vez haría desaparecer en las entrañas del
anhelo la carga de emoción gozada. Olvidarme de una añoranza envuelta en
fragancias de blanco azahar. Enterrar en la profundidad de la nostalgia el
luminoso brillo de un sol que ahora se me escapa. Y cuando me dispuse a buscar
un atisbo de un deseado cielo color azul Sevilla entre las ennegrecidas nubes
que ya cubrían la ciudad, sentí que desde un balcón de ese paraíso que por
momentos se dejaba entrever, alguien me hacía un tímido y cómplice guiño
mientras suavemente parecía susurrarme “Ya llegará un mañana”. Quizás era el
mismo Alguien que ese día me hizo cumplir con lo debido. A lo mejor era el
mismo Alguien que a pesar de la lejanía me hizo tenerlo tan cerca. Tal vez más
cerca que nunca.
Bilbao,
domingo 18 de marzo de 2012. Día de la Función Principal de Instituto de
nuestra Hermandad.