Todavía aturdidos por el largo viaje, lentamente, con la parsimonia que otorga el cansancio, desmontaban de sus cabalgaduras. Al parecer, por fin habían llegado a su improvisado destino. La luz que desde días atrás se les mostraba brillante en el horizonte, se percibía ya a escasa distancia. Los tres, acuciados por las temperaturas tan gélidas que recaían sobre la noche, se adelantaron a toda la cohorte que les acompañaba. En sus majestuosos rostros a la par se denotaban, aparte de alguna que otra mueca en forma de tiritar a causa del frío, un gesto de extrañeza y expectación. Así, mientras recubrían sus figuras con delicados mantos de armiño y ricas telas que indicaban la lejanía de su procedencia, se acercaron al lugar que era fuente de aquella rara y a la vez maravillosa luz que tanto les había impresionado y que les había llevado hacia aquel inerperado sitio. Al entrar en el lugar del que la luz brotaba, y que no era más que el establo de una vieja posada, se encontraron con la humilde sencillez de una bella estampa.
Un buey y una mula recostados cerca de la pared como fieles testigos del hecho acontecido; un anciano de canosa y larga barba apoyado sobre un tosco báculo de madera; y una hermosa joven de pálida y blanca piel cuya imagen irradiaba sensaciones de virginal pureza. Y a sus pies, en el lugar central de aquella pobre estancia, en el sitio al que se dirigían todas las miradas; allí en el suelo, un pesebre hecho de heno y frágil paja en el que se depositaba un recién nacido. Inexplicablemente aquella pequeña criatura era rodeada de forma prodigiosa por un luminoso aura. Por una refulgente luz que a todos cegaba.
Así, anonadados por la portentosa situación, sin salir de su asombro y sin saber muy bien por qué, los tres viajeros a las plantas del chiquillo se rindieron mientras sus apenas perceptibles voces, ahogadas por la magnitud de su emoción, al unísono repetían; ¡Aleluya! ¡Aleluya!. Y a continuación procedieron a adorarle.
FELIZ NAVIDAD Y PROSPERO AÑO NUEVO
